En la peluquería de mi prima
Charo leí una entrevista a la escritora Cristina Higueras. Entre las cuestiones
que le preguntaron una fue “¿Qué detesta más?” Y ella respondió que la
incompetencia. Si se es un incompetente, sólo se puede sobrevivir si no existe
competencia, es decir, si hay que morir al palo y pasar por la ventanilla del
incompetente. Antes de criticar a los funcionarios debo decir que mi amigo Abel
es un profesional como la copa de un pino y es funcionario. Lo digo tan claro
porque cuando critico a la función pública se enfada de verdad conmigo. Pero
todos hemos sufrido delante de un mostrador ante la frustración de no poder
solucionar nuestro problema en otra ventanilla. Hay que tragarse el orgullo,
volver a hacer cola y rogar al cielo que esta vez sea la definitiva. En otra
galaxia están los mercados competitivos. Estos son la selección natural que
Darwin definió para el medio natural. Una selección que favorece no a los más
fuertes o más inteligentes sino a los que saben adaptarse a las circunstancias
cambiantes de su entorno. La evolución no afecta a todos por igual, los que
aciertan prevalecen y los que no, se extinguen. Esta ley no se aplica a los que
tienen asegurado su trabajo para el resto de sus días. Estos últimos no
necesitan ni ser fuertes, ni inteligentes, ni siquiera adaptarse a los cambios.
Solo tienen que ser.
En el mercado monopolista, el
tirano pone los precios que le hacen ganar más dinero. Ese precio será superior
al que hubiera con dos competidores. Con otra empresa en el mercado hay
intereses por parte de los dos competidores en bajar precios para quedarse con
los clientes. Aún así pueden ganar dinero porque los precios estaban inflados. Pero
existe un incentivo perverso, que es que se junten a escondidas y pacten
precios. Así ha sucedido recientemente con las multas millonarias a las más
importantes petroleras en nuestro país. Parece claro que para los consumidores
cuantos más competidores existan mejor. Pero ¿cuántos competidores pueden entrar
en un mercado? Si cada vez entran más y los precios van bajando se van
estrechando los beneficios. Las ganancias se reducen tanto que llegarán a cero,
momento en el que no habrá intereses para entrar en dicho mercado. Las empresas
comienzan a competir quitándose clientes unas a otras, como si fuera un mar
lleno de tiburones que se alimentan mordiéndose entre ellos. Queda un mar rojo
de sangre. Es el momento en que para poder ganar dinero (condición sine qua non
para subsistir) solo les queda marcharse a otros mercados donde haya nuevos
clientes o innovar. Ambas acciones son el descubrimiento de nuevos océanos
azules donde no hay tiburones y sí peces (que son los beneficios). Esto dura un
tiempo hasta que otros tiburones siguen el camino y vuelta a empezar. La
dinámica competitiva hace que las empresas que sobreviven deban estar
continuamente reinventándose y luchando por el cliente. El cuál es el único que
puede despedir a toda la plantilla, con solo decidirse por comprar en la tienda
de enfrente. El cliente es el rey. Y no
se puede sobrevivir si no le tenemos debidamente satisfecho.
¿Es posible introducir
competencia en el sector público? No solo es posible sino que además es
necesario. Algunos médicos en Inglaterra dan sus servicios a los pacientes, a
los cuáles les giran sus facturas que luego paga el estado. Si eres un gran
médico tendrás muchos pacientes y podrás ampliar la clínica. Si no eres bueno
deberás espabilar. En los Estados Unidos implantaron un sistema variable para
sus colegios públicos. Los colegios con mejores expedientes académicos se les subvencionaban
más, y viceversa. Para los que estén pensando en que estos modelos son culpa
del capitalismo atroz, les diré que los chinos hacen competir entre sí a sus
provincias. Éstas innovan introduciendo nuevos y distintos proyectos. Los que
funcionan son bendecidos por el gobierno central y los que no se dejan de lado.
Funciona igual si trabajas en una empresa y te apoltronas al calor de la
nómina, corres el riesgo de depreciarte. “Cuando nos confiamos somos muy malos”
decía Zabalza, ex entrenador de Osasuna. La ley del mínimo esfuerzo nos afecta
a todos y solo espabilamos cuando nos llaman de la mejor universidad del mundo
que es la Necesidad. De hecho, ¿Cuándo volvemos a estudiar inglés? Cuando nos
quedamos en paro.
Carlos Medrano Sola
Economista y consultor